Entre vientos malévolos y hoscas nubes se mueve esta mañana dominical. La soledad de las calles, además, vacía de caminantes y rumores, añade un grado más de desolación al aspecto general de sopor, de animal que inverna, de la ciudad.
El frio es tanto más intenso si se tiene en cuenta los plácidos días primaverales de estas Navidades y, sin duda, incluso este de hoy seguiría siendo casi primaveral si lo comparáramos con los inviernos de antaño, cuando no había agua en los grifos porque las cañerías eran puro hielo y los medios para combatir el frío de las nevadas y de las tremendas heladas eran escasos.
Volviendo a pasadas épocas, el día, el mes, y el aniversario de su estancia, nos lleva por un momento a rememorar trozos de la vida de Rilke, el poeta checo en Ronda, por estas fechas, hace un centenar de años. El frío, como del que hablábamos, sería glacial, aunque una persona procedente de climas todavía más crudos, lo sentiría menos en sus carnes. De todas formas, también lo atenuaría la serenidad de una Ronda, abrazada a su intimidad de lugar perdido, olvidado, intemporal, que se aferraba a la estética de sus humildes casas blancas en el Mercadillo, San Francisco y Padre Jesús, y a los blasones de otras en la Ciudad, para seguir viviendo su historia y sus desniveles sociales; algo que no importaría mucho al poeta, más preocupado de captar paisajes y amaneceres, de recorrer caminos sin ruedas, en los que perderse y confundirse con la madre tierra, en un panteísmo esclarecedor.
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