Si para los días de prolongación de los veranos ya finalizados de acuerdo con el calendario, tenemos un término, lo que llamamos el veranillo de San Martín, para estos con que desde hace unas semanas, en pleno invierno, viene obsequiándonos enero tendríamos que idear un nombre, algo así como invernal verano o invierno de fábula, para hablar con entera propiedad del período que atravesamos.
Dejándonos llevar por la benignidad de una atmósfera propicia para el viaje y contando con que el transporte corría a cargo de los miembros de la familia que nos visitaban en estas fiestas, nos acercamos a la vecina Alpandeire, a un tiro de piedra, aunque nos atreveríamos a asegurar, al igual que ocurre con los demás pueblos de la Serranía que, se diría, queda al fin del mundo. No es este nuestro caso con ninguno de ellos, y si algo nos preocupa es que el aprecio y estima que guardamos de toda la vida por su riqueza natural, antropología e historia no esté a la altura de sus merecimientos.
Siempre, cuando la vista del urbanismo de uno de estos pueblos se despliega ante nuestros ojos, dada la total comunión que antaño le ataron a Ronda, nos gusta hacer un somero balance de qué es lo que todavía nos es afín, así como lo que ya difiere. Calles pinas y cuestas, siguen siendo una referencia que nos une; incluso horizontes montañosos, mayestático en ambos casos, no la virginidad de los llanos, cañadas y veredas, un desastre en nuestra ciudad con urbanizaciones que rompieron la armonía del paisaje con su gemela fealdad y llenaron hasta rebosar las arcas fraudulentas de políticos locales y forasteros.
Perdimos la bendición del silencio, augusto, que absorbe en segundos rumores de campo, de ganado, de pausadas charlas; las flores de las fachadas, brillo de estrellas al anochecer y silvestres aromas a cualquier hora y bastantes cosas que serían larga de enumerar. Cerezos esplendorosos, ornan linderos y ciegan, coloreándolas, mil luces. Saca pecho la iglesia con la ubicuidad que le da su grandeza, satisfecha de que después de tantos años, de tanta insensatez inmobiliaria, nadie aun haya osado poner construcción que rivalice en altura, que no en prestancia, con la suya.
Perdimos la bendición del silencio, augusto, que absorbe en segundos rumores de campo, de ganado, de pausadas charlas; las flores de las fachadas, brillo de estrellas al anochecer y silvestres aromas a cualquier hora y bastantes cosas que serían larga de enumerar. Cerezos esplendorosos, ornan linderos y ciegan, coloreándolas, mil luces. Saca pecho la iglesia con la ubicuidad que le da su grandeza, satisfecha de que después de tantos años, de tanta insensatez inmobiliaria, nadie aun haya osado poner construcción que rivalice en altura, que no en prestancia, con la suya.
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