Como críticos fuimos en su día con esa perenne inmovilidad del reloj de la plaza de España, que tanto desdecía de su función, de su historia ya vetusta, y del lugar en que se hallaba, por el que todos los años se mueven miles de visitantes, justo es que, ahora, con similar interés con el que antes pregonábamos la desidia de su estado, en un intento porque se subsanaran sus males, demos rienda a nuestra satisfacción por contemplarlo de nuevo en ejercicio de lo que le corresponde: marcar las horas, que nunca está demás saber por donde camina el día y las de que aquéllas restan para cumplir con nuestras obligaciones, ya que incluso, como turistas, las tenemos. Es cierto que su andar deja algo que desear, y que a ratos se inmoviliza otra vez y que otras le cuesta encontrar su justa marcha para medir con exactitud el tiempo; pero ese cambio de actitud, deja traslucir la voluntad de un arreglo, que es lo que al fin y al cabo importa.
La mencionada plaza, a ojos vista, se halla en pleno deterioro, con edificios que se derrumbaron en un periquete, pero que sabe Dios cuando veremos en pie, y obras de reformas que disminuyeron su superficie de tránsito o de disfrute para el peatón y le sustrajeron armonía y belleza; por todo eso, el reloj y su funcionamiento supone no sólo un esfuerzo digno de elogio, sino, al mismo tiempo, una vuelta a dejar las cosas como años atrás estaban -mejor, sin duda, que ahora-, después de tantos estropicios en el lugar.
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