Una de las cosas que poco cambian, sea cual sea la estación, invernal, otoñal, como ahora, o veraniega, es la del refugio, nada más echarnos a la calle, que nos prestan los bares de un sano acicate para ponernos en marcha con un cierto optimismo para toda una larga jornada.
Diríamos más: con la carestía, en aumento desbocado, de la vida y la economía, la nuestra y la del país, en plena vorágine, los desayunos, o el imperecedero café mañanero, de precio todavía asequible, ha venido a sustituir a las copas y al tapeo, ya insostenibles para la mayoría, que fue siempre un gozoso preludio andaluz ante de los almuerzos. Consecuencia de lo cual, igualmente, ha cambiado de situación y hora las tertulias y charlas que se han vuelto más tempraneras, pero no menos animadas, que es un entretenimiento barato y muy nuestro. Lo único capaz de amargarnos este rato delicioso, es la idea de que en un corto plazo tuviéramos que renunciar a ello, como ya hemos hecho con tantas y tantas cosas, que nos alegraban la existencia no hace nada.
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