A este árbol de cuantiosas ramas y probada fortaleza y altura, sin ninguna hoja, que todas las barrió a capricho, displicente, un otoño de irisados aguavientos, le ha nacido un gato. Allí surgió una mañana en que la niebla había dejado sin paisaje al lugar, sin contornos, ni horizontes ni colores, sin nada. Sus ojos, de eterno vigía, escrutadores, cuando se despejó aquélla fue lo primero que descubrió el lugar antes de recobrarse del miedo de una ceguera de nubes ocupando terrenos que no era suyos. Desde lo alto, protegido por una docena de brazos que hienden el aire mostrando su vigor, altaneros, el mundo, la vida que pasa se ve de otra manera, como en un cielo propio del que se es el rey, sin huir de nada, dejándose acunar por sonidos que abajo no suenan, por auras que abajo apenas susurran ni mueven, allí se ha instalado este gato, sin edad ni dueño, sin dar cuentas a nadie, que esa ventaja posee.
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