Del vagón de cola de un desventurado año, envuelto en helados pañales, se ha caído su postrer fruto: diciembre. Con singular fuerza adhiere su gélido soplo a nuestros ateridos cuerpos, como si anunciara a voces: "aquí estoy yo para lo que gustéis"; en realidad, su advenimiento llega para alborozo de los que no asusta el frío, con su tiritera, ni tampoco el tiempo hosco desmelenado, sino que lo prefieren a cualquier otra atmósfera; o, por el contrario, para desconsuelo de los que en su salsa se hallan con calores ingentes y cielos impasibles, y no con los que se aproximan a grandes zancadas, y a los que, entendemos, chicos y mayores harán bien en no perder de vista por las aflicciones que puedan traer a nuestra salud.
Por lo demás, aquí, como de costumbre, estamos, pidiendo con sumo fervor a todos los dioses del Olimpo que de una puñetera vez el año acabe, puesto que no ha sido, el que todavía nos zarandea, de grato recuerdo para la gran mayoría de los que por este país, en pleno hundimiento, andamos. Con la esperanza vivimos del que venga nos traiga, en mayores dosis, algo de esa prosperidad, paz y tranquilidad que tradicionalmente por estas fechas se solicita.
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