No parece darse cuenta esta tarde otoñal de que el invierno acecha inamovible a sus puertas esperando imponer su autoridad de niño adusto y malcriado, y ya con las sombras de la noche, que tan súbito se precipitan, esparce miel y gollerías por la ciudad. Miel y gollerías no falseadas, hoy que todo se falsea, son para nosotros esas mansas brisas que arrastran hasta aquí, generosas, climas lejanos de extrañas y perdidas ciudades, como la nuestra. Todo se mueve a esta hora, poco más de las siete, envuelto en dorada luz en la que brinca más que nunca la piedra rosada de los sillares del Puente, para sumar un grado más de sosiego, de placidez, de sueño, a una tarde, a una estación que huye sin querer huir.
Mucho ayudaría el silencio a nuestro éxtasis, si no fuera porque una pandilla de amigos, andan con sus chismes y patinetas rompiendo con descaro, a plena luz, con tremendos golpes y circenses piruetas todas y cada una las losetas de la plaza España. No sabemos si es un juego permitido o no, pero sí bastante triste el descomunal destrozo que se oye a leguas de distancia. Malos tiempos corren, pero más lo agravamos cuando nadie pone nada de su parte, para poner remedio a desaguisados como estos, que repararlos nos costará los cuartos a cada quisque, a cada bolsillo, de los que a estas benditas tierras habitamos.
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