Viene septiembre, de correosa y luenga grafía como presentación, muy consciente de lo que se espera de él y de que en sus manos está romper la angustiosa monotonía de su hermano mayor, el mes que nos acaba de dejar, asumiendo que, en este girar de la rueda del tiempo, no se debe al verano ni al otoño entre los que cabalga, sin ánimos de decidirse abiertamente por ninguno de ellos. Pero entretanto, nos está mostrando ya cuál es su papel de mediador para conformar sin enfado a una y otro estación, y al contrario que el reaccionario agosto, nos llena el cielo de gozosas nubes, no muy densas, sino diminutas, alargadas, que se visten de color para más llamar la atención.
Hay otras cosas en esta mañana dominical, plácida, indecisa, sin tener claro para dónde tirar, que nos previenen, con medidos pasos, que la atmósfera se está embadurnando con otros tintes y afeites menos agobiantes, más de andar por casa, menos extremos. Se nota, sobre todo, en la nitidez y sonoridad con que nos llega ahora el sonido de esas esquilas, pertenecientes a la espadaña de algún convento que llama a oración o a misa. Una caricia fugaz a la mañana, a la que atusa sin alterarla en su serenidad y blandura, un suspiro de eternidad nos parece, si durara, que no lo hace.
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