Tiene un poco la mañana, la tristeza de una otoñal, con nubes volanderas a las que da empuje un levante no enfurecido del todo, pero con ganas de trastocar lo que hasta ahora era ley y ortodoxia. Tanto hemos abogado por un cambio en los calores infernales de un verano sin precedentes, que, ahora, mal ejemplo daríamos a ese viento que todo lo husmea si no lo dejáramos entrar en casa. Eso hacemos, abrir de par en par los balcones para que campee a sus anchas, invada habitaciones, curiosee como visitante indiscreto, y las llene de olores, fragancias y sonidos que ya teníamos olvidados. Y no importa que a su paso alborote a más de un objeto, levante cortinas y la tome con las hojas de un sorprendido almanaque fijo en una pared, a las que sacude de lo lindo, mostrando fechas y meses aún por llegar. Bienvenido sea.
También entra, por ser feria y por la vuelta a épocas en las que había poco dinero y menos formas de ganarlo, el sonido de una flauta, tocada por no sabemos quién, con buen tino, que no es que esté cerca, sino que trae y lleva, poniendo un latido más de añadida melancolía una mañana y una atmósfera que invita con su somnolencia, para no desentonar, a ocupar un hueco pequeño en ella, a ser parte de ella.
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