Dos días semiotoñales, con manadas de multiformes nubes que gobiernan vientos sin pizca de ferocidad, de melosos sones, nos auguran profundos y soñados cambios en la atmósfera, y que, por una vez, este año, el calendario con desmedida puntualidad para lo que veníamos viendo, se ha decidido a acudir sin grandes demoras a la cita y coincidir en todo con lo que le señalan libros y leyes ancestrales.
Por lo pronto, sin querer fiarnos del todo de cielos agoreros y otros cambiantes elementos de su cohorte, fascinados miramos lo que de bueno nos traen las nuevas auras: antes que nada, promesas de lluvias que, ahora mismo, cuando escribimos, nos amenazan con tormentosas negruras que van y vienen, navegando a sus anchas, no muy altas, y que ya ayer, sin comprometerse en exceso para futuras expansiones líquidas, dejaron alguna que otra humedad en los suelos que apenas duraron un suspiro, y un pasajero y delicioso olor a tierra sorprendida y desflorada en su sequedad de meses.
Diríamos, por lo demás, que cada átomo de naturaleza, del día, del momento, nos está invitando abiertamente, con espíritu rilkiano a emprender un interminable paseo por ciudad y campo que la prolonga, sin rumbo, dejándonos llevar por un bosquecillo, por un sembrado, por un árbol, por algo que nos atraiga, nos guíe, nos llene y emocione.
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