Se decanta la mañana por engendrar luces. A borbotones caen sobre el grácil valle, sobre cerros y oteros, apenas el terreno comienza a elevarse. Inundan con harta prodigalidad donde mayor amplitud de acogida hallan, como son las montañas, a las que saca de su marasmo otoñal para arrancarlas perfiles, formas, casi para infundirlas algo de vida y movimiento y apretar más su cerco a la ciudad a la que de siglos ampara y vigila, con maternal complacencia y celo.
En ciertas zonas, por muy en el corazón que de la población esté, es un acertijo diferenciar qué es campo y qué es ciudad. Y así, obviando tradicionales emplazamientos de rurales asiento, gatean las chumbares, en suicida escalada y avanzadilla, rosada miel y rosados óvalos, pese a las punzantes agujas, sus frutos, para mostrarse descaradamente urbanas, familiares, amigas. A ellas también las transforma esa luz fulgurante, intensa, que no parece de la estación, pero que a ella se acoge para durar más, en un juego que no parece tener fin, mezcla de irrealidad y tibieza, de primer día de algo nuevo, aunque no lo sea más que dentro de uno, y por unos instantes, interminables, eso sí.
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