En la silente austeridad de los pueblos serranos, acunados por el aura de estos días otoñales, una inacabable madriguera de luces y bonanzas, reinan vigorosos con su apretada presencia los ancestrales campos de castaños. Sin ser vestigios de remotas edades, como ocurre con los bosques de pinsapos, difícil sería predecir con exactitud desde cuándo se encuentran por estas tierras; puede que, como se ha dicho, desde los años de la civilización romana, transportados desde la misma Italia. Un desafío al tiempo y al terreno, en cualquier caso, porque aquí quedaron y aquí con fuerza arraigaron en barrancos, pinas laderas, altozanos y en los sitios más inverosímiles, llenando abruptos horizontes y perpetuándose con una longevidad que es una pura bendición para los sufridos habitantes de tantos pueblos, para los que viene, desde entonces, siendo más que miel y rosas: pan para todo el año, desde el ansiado momento en que por estas fechas, en un resucitado mercado medieval, todo se torna idas y venidas, recogida incesante del fruto, calcular las cosechas y preparar con amorosa solicitud, sabiendo lo que significan, las cargas para su venta.
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