Períodos de obcecadas lluvias tormentosas, como las que han hecho su aparición durante la noche, ofrecen sobrados argumentos para que, a la mañana que le sigue, el río, apocado y oculto hasta entonces, tire de orgullo, se desperece de su modorra y muestre unas de sus sonoras epifanias, dando un mentís a los que le consideran un aprendiz de sus mayores en caudal y recorrido.
¡Aprendiz de río! ¿Quién lo dijo? ¡Cuántos asedios, cuantos cataclismos, cuántas lágrimas, cuántas marchas triunfales, cuántas dolorosas derrotas, cuántas cosechas y mieses, no habrá presenciado a su paso! Mas transcurridas aquellas olvidadas edades, por si alguien le quedaba duda de lo que en rigor es, hoy como ayer, trueca su apagado rumor en un atronador zumbido que llega sin merma, sin diluirse ni quebrarse, vocero de su presencia, hasta los carcomidos pretiles del puente, su vigía, desde hace unos siglos, su inquebrantable espectador; salpica agua cenicienta y espuma, ahora blanca, y contra las rocas su furia estrella, casi saliéndose de madre; no, es que se sale y desmadrado brinca en cascadas de inesperado desplome y altura. Todo en nada de tiempo y de acometida, por una superficie que no es extensa y sí de continua hosquedad y bronca, para después, puede que ahora sí, escondido del todo entre frondas y arboledas, asumir su lección de cómo llegar a su destino.
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