A nada que bostece el alba, con brochazos de claridades, menudean los visitantes de otras tierras que acuden a esta ristra de balcones simétricos, un gigantesco mirador en realidad, que con avaricia se apodera de un paisaje en el que todo cabe. Un visiteo que, después, con el desperezo de la mañana, se torna en clamor de voces y de pisadas, de peregrinos sin metas fijas, ni cayados, ni conchas, ansiosos por degustar el vértigo, la serenidad y, un poco, el inocuo temor que el escenario desprende y al que se entregan sin condiciones,
En el rosado albero, fino cual molido trigo maduro, se estampa con generosidad, gráficamente, el testimonio de un peregrinar que no morirá durante toda la jornada; más recortada ésta, cada vez, cada día, por las imposiciones de la estación y el incansable rotar de nuestro planeta. Son huellas fugaces, variopintas como la de los que impensadamente las dejaron, y allí quedaran, no por mucho rato, hasta que otras nuevas las aplaste y diseminen; es un muestrario en el que, por sus suelas, no cuesta imaginar el calzado y hasta un poco la naturaleza, el sexo y el grosor de sus dueños. A su lado, las de los que antes que ninguno llegaron, adelantándose a la amanecida: las nimias de volubles pajaritos, como menudas ramitas, apenas hacen bulto, pero por allí también andan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario