Lo que son las cosas y cómo el paso del tiempo transforma en unos momentos lo que era de condición soberbia y regalo de dioses en maldición que nos aterra y nos provoca el más grande desánimo. La que ha cambiado de cariz y de sentido, volviéndose de mansa en feroz destructora, ha sido la lluvia, la misma, plácida y bienhechora, que alabábamos hace tan sólo un par de días. Así es todo en este mundo, hermoso y cruel, al mismo tiempo, en el que lo que hoy es bueno, pasado un rato es infausto. Lo cierto es que atemorizaba esta noche oír desde el interior de nuestra vivienda la inesperada fortaleza con que la feroz tormenta de truenos, relámpagos iluminaba nuestra calle, -sin luces por cierto toda la madrugada- y el vigor, impensable con todo cerrado, con que el turbión hacía sonar sus efectivos contra tejados, aceras y asfalto de las calles.
No es desde luego un consuelo, con tanto daño cercano, pero al menos intentamos dar un respiro a nuestro apagado ánimo asomándonos a ese espectáculo que no es de hoy, pero sí asociado al Tajo, que cada vez es menos frecuente, no como antaño cuando los extranjeros organizaban viajes en otoño y en invierno para ver el agua sobrepasando el arco inferior de nuestro Puente, porque lo corriente era que la lluvia, no destructiva como la presente, cayera no toda de golpe, sino a lo largo de la estación, sin fallar.
El agua del Guadaleví corría turbia, casi parda en su color, anunciando ya que arrastraba tierras y piedras. El grosor de su volumen había tornado a nuestro aprendiz de río en un verdadero torrente y, como en otros tiempos cataratas de espumas que saltaban por los aires había tomado por asalto la fortaleza de los sillares del Puente. Montones de turistas que ni esperaban ni tenía idea de lo que le deparaba el destino, casi saltaban de alegría, la misma con la que, sin importarle lo más mínimo, exponían sus valiosas cámaras a la pertinaz llovizna que no paraba de caer.