Andar por los conventos rondeños en estos tiempos de huida de los fieles de sus iglesias, desde el punto de vista estético tiene sus ventajas, si es que uno se decide a entrar a una de las anejas a aquéllos. Concretamente dirigimos nuestros pasos a la de las Clarisas. Es festivo, pero en su interior no más de una docena de personas asisten a misa.El templo es tan acogedor en su pequeñez, el silencio es tan dulce, que las campanas que afuera pregonan el acto, más que quebrarlo lo acompaña y acaricia. Se evidencia en la separación entre clausura, el coro con sus espesas y prolongadas rejas, y el sector de bancos destinado a acoger a laicos, la intención espiritual que guió a sus mentores. Contraste grande, así, entre las dimensiones y espesor de las rejas y la pequeñez de las puertas, casi de juguete, que dan acceso al coro o, si bien se piensa de salida a un mundo lleno de tentaciones para las que eligieron esta forma de vida,hoy no más de una docena escasa de monjas.
Desde el exterior llega ahora el estrépito de cohetes y el bullicio de los cantos que se encaminan a una celebración muy lejos de aquí, con pretensiones religiosas, pero que, nos parece ha perdido todo el sentido que en ese aspecto debió tener en sus orígenes; un sentido que, aunque nosotros no acabamos de encontrar a nuestra vida en este mundo, sí creemos han felizmente hallado este grupo de desconocidas monjitas, que cantan y cantan con voces que casi suenan a celestiales, por lo que emocionan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario