Nos sorprende este recién nacido noviembre con una entrada de ensueño, de una placidez tal y de unos cielos y clima tan acogedores, que lo que se apetece es brincar por los campos y respirar todo lo que una risueña naturaleza a puesto esta mañana a nuestro alcance.
Por unos predios más urbanos y cercanos, sin embargo, hemos paseado, pero disfrutando igualmente del día, festividad, por cierto, de todos los Santos, y víspera del de los Difuntos. A propósito de éstos, en nuestra trasitada calle mayor, por la parte alta, la que dio cobijo, no hace tanto, a posadas, arrieros y contrabandistas, conviven en extraña armonía, la vida y la muerte; o símbolos claros, al menos de ambas: un bar-restaurante y una pequeña fábrica artesanal de lápidas para difuntos; el bullicio y trajín de una de las necesidades más imperiosas del hombre: la comida, y mármoreas inscripciónes con, posiblemente, los últimos recuerdos impresos de los que ya se fueron para siempre. Un lugar, no obstante, poco apropiado para supersticiosos, o para los que estando llenos de vida no quieren pensar en lo que a todos, más tarde o temprano, nos espera.
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