Mil perdones, señora mía. Con tantos catarros y gripes gravitando sobre nuestras testas, tanta tos y ronquera repentina trotando sobre nuestros atormentados órganos, se nos fue el santo al cielo, cuando menos debíamos, olvidando que celebrabas tu santo. En nuestro descargo, que conste, que si no ese día, muchos otros nos llegamos a pagarte una visita; siempre blandiendo el placer, el misterio, la ilusión, la magia nunca perdida de un primer encuentro. Y es que no hay lugar, por pequeño que sea tu ámbito material, en que tantos amigos encontremos; de tantas edades, viejos y jóvenes; ancianos y adolescentes; contemporáneos y de otras épocas; pero todos afables, sencillos, dispuestos a entregarse como nadie, a contar, si es que te place, sus vidas, sus sueños, la increíble aventura que dormita en su seno, para que nosotros, sin prisas, la desvelemos y gocemos como nadie. ¡Perdona cálida, diminuta, acogedora librería! Se nos pasó que era tu santo, el sábado 26 de noviembre, y con él, el de tus fieles, los libros, esos compañeros de toda la vida.
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