Que un otoño tardón se vista de veranillo y hasta ose encogernos con un calor que apabulla, no es obstáculo para que un algo de la melancolía que destila la estación, sea cual sea su actividad actual, como si todo siguiera su curso habitual, se nos meta dentro para amargarnos un poco la existencia, sin que nada en particular de importancia nos suceda. Cosas del espíritu, tan inextricable como otras que nos brinda el Universo.
Para sacudirnos de esa angustia sin causa, pequeña, pero latente, nos ilusionamos ayer con esa lluvia de meteoros, rampando a su aire, por el cielo nocturno, que nos prometían a voces los medios de comunicación. Algo tan poético y raro, si no lo fuera ya el Universo entero, como un polvo de estrellas navegando luminoso en una estelar herencia millonaria en el tiempo; desechos esplendorosos de un firmamento que jugaba a a otros equilibrios que los cotidianos; partículas desprendidas de colas de cometas embobándonos con velocidades innombrables.
Todo quedó, para desgracia nuestra, en un guiso mal aderezado para alimentar esa morriña. O nuestra perspectiva no era la correcta, o a nuestra vista le faltó el punto de agudeza imprescindible o, de imaginación, para contemplar un mínimo de ese portento de ayer. Sólo una luna, hermosa, eso sí, redonda, aunque solitaria, costosa de retratar con nuestros medios, vimos en ese cielo que tanto espectáculo prometía.
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