A nuestro pequeño tesoro familiar, aquel que con su brillo áureo conmemoraba hitos familiares, bodas bautizos, nacimientos o compromisos matrimoniales, algunos, puede, que heredados de nuestros antepasados, medallas, pendientes, anillos, collares o pulseras, se le está acabando el tiempo de permanecer en nuestro poder, por muchos años que llevara haciéndonos compañía. Todo cabía en una mano o en el redondo interior de un joyero de dimensiones reducidas, su morada de siempre; pero era motivo de orgullo doméstico y ante nuestros hijos y familiares cercanos alardeábamos de él en ocasiones, como si se tratara del que guarda el Vaticano: "es de oro puro", decíamos mostrando una de esas mínimas prendas.
Y es que a nuestro querido oro familiar le han salido un sin fín de pretendientes, y con sonado éxito por lo que comprobamos, ya que cuando vemos cerrar comercios sin parar, un día sí y otro también, con idéntica rapidez se inauguran una de esas tiendas cuyo negocio es comprar joyas en las que el componente es el preciado metal. Que alivien situaciones apuradas de economías domésticas en peligro, no hay que dudarlo. Tampoco, sin embargo, que muchos recuerdos entrañables, con inscripciones de amor, de madre a hijo, de hijo a madre, de padrinos, abuelos, de novias, se están fundiendo en el fuego devorador de la necesidad, buscando otras formas, a la par que el mismo metal.
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