Como el antiguo andaba algo desvencijado y vetusto, hemos comprado un buzón que da gusto verlo. A menos que se estuviera sobre aviso, por el antiguo, cuando llovía, el agua se deslizaba con toda comodidad por sus cavernosas entrañas, sin consideración ninguna con lo que dentro encharcaba.
Con ansiedad, inicialmente; con intensidad, después; por pura inercia más tarde, durante días, hemos esperado largamente su estreno: si a su fondo sombrío lo avivaba, como antaño al anterior, el blancor rectangular de una carta, alegrando su superficie y dándole sentido a su puesta en escena.
Hace ya otros tantos días que hemos dejado de mirar dentro; sí, desde luego, en el virtual que nos trae, casi cada par de minutos, las ondas electrónicas. Éste en pocas ocasiones falla; aunque gran parte de él nos deje insensible y nos importe menos que un bledo. Una pena, pero en tema de correspondencia el mundo anda, como casi todo, por otros derroteros, más prácticos, menos sensibleros.
Un consejo de amigo: si como en nuestro caso, su buzón se cae de puro viejo, medítelo bien antes de sustituirlo y jubilarlo; para lo que sirve, seguro que con senecta honradez cumple; sin ningún gasto adicional, además, que no está el horno para bollos, ni siquiera de los más baratos.
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