Huele otoño, y ya era hora, verbigracia: a calles mojadas, a montañas lavadas, a soles que juegan al escondite con nubes que pasean, a aire límpido, tornadizo a veces y jugoso, que con placer se respira.
Se diría que es primavera, pero no por eso, aunque hay similitudes innegables en la atmósfera, sino por las flores que por doquier tienen su imprevisto asiento no en la tierra, sino en el mármol y losetas de las calles principales. Y es que un año más, la antañona costumbre de llevar flores a nuestros muertos, o a la nada que queda de ellos, se niega a desaparecer.
Hay verdadero hormigueo de gentes en los camposantos, aseando tumbas, dando brillo a las lápidas, enjalbegándolas, como si lo que no se hizo en vida por ellos, cuando se tuvo inmejorable ocasión, se quisiera compensar ahora. Otros, han llegado a la mejor de las soluciones: guardar un rinconcito en su corazón en el que día a día van depositando las inmarchitables flores del recuerdo. Nada mejor, nos parece si es que en vida fuimos buenos hijos, buenos esposos, buenos amigos.