Se despide agosto sin mucho alboroto y, presentimos, sin muchas ganas tampoco de irse. De toda su prolongada estancia marcada por sudores y sofocos, queda en el ambiente un rastro permanente de ardores, que ya son flor de un día, y un airecillo voluble que alterna vaharadas de calor con soplos de agradable y ansiado frescor.
Es a nuestro entender, este tira y afloja del tiempo ideal escenario para recuperar las calles que teníamos algo abandonadas y cruzábamos con la premura de perseguidos, buscando el refugio de atmósferas menos batidas por el sol. Es lo que hacemos, con espíritu de vislumbrar algo nuevo en lo viejo, que sólo es cuestión de paciencia. Nos detenemos en este juego descubridor ante el rostro pétreo de la foto, encaramado en una de las fachadas de una calle céntrica, y no es el único. Impresiona esa faz que conjuga en pocos trazos rasgos de una mitología perdida en los umbrales de la humanidad, un rostro fulminador puede que de león, con luengas barbas y melenas vegetales, apresado en una impronta mareante de círculos que, sea cual sea las explicaciones que nos den críticos y expertos en arte, como moda de una época, remite más al reflejo del protagonista de una pesadilla de su autor, como si dibujándolo en la piedra intentara desprenderse de él para siempre, otra cosa es que lo consiguiera.
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