Hay olvidos que merecerían palos a espuertas. Como el de dejarse las gafas de ver en casa cuando vamos de viaje. Es nada más y nada menos lo que nos ha ocurrido a nosotros. Los días fuera no son muchos, es decir, que no merece la pena adquirir unas gafas nuevas, ni, prácticamente, hay tiempo para ello. Tampoco ganas de los trámites, para acomodar las nuevas lentes a tus ojos, con la duda que siempre nos come de si algún error las harán inservibles para tu vieja y agotada vista.
No es que la carencia provoque muchas ventajas, y sí numerosas desventajas, para los que nos pasamos el día leyendo o escribiendo por pura afición y algo de añadida inercia; pero algunas hay. Por ejemplo, dar de lado a los periódicos, a esos diarios de horrores en que se han convertido aquéllos; no ya por la habitual descripción de la marcha de las guerras que nos asolan, que esas eternamente nos han acompañado, desde el amanecer de los tiempos, sino por los crímenes cada día más atroces que cuestan trabajo asimilar, de padres a manos de sus hijos. de mujeres por sus parejas y, sobre todo, de angelicales niños por sus madres. Horror de horrores.
No es de despreciar tampoco otro entretenimiento, mientras se solucionan nuestros problemas visuales: colocado ante nuestros ojos el libro que traíamos para leer, dada la imposibilidad de hacerlo, a la vista del título imaginarnos la historia, que nunca será la misma del autor porque no la conocemos. Un acto creador, por pobre que sea, que no deja de tener sus compensaciones y su encanto personal.
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