En los enormes parques de Londres, viene a morir el fragor del tráfico y a nacer el verde tapiz, los aquietados estanques y los gritos sin eco, no interrumpidos de los niños. Son los más famosos y visitados por los que andan tras un poco de sosiego sin perder, por ello, de vista a las zonas más céntricas y comerciales.
Mas cada distrito, cada barriada, suele alardear de dos o tres parques y son en estos en los que, de cierto, reina la calma, la soledad como compañía, el aire cristalino y una luz quebrada por la fronda de robustos y centenarios árboles.
A veces, un banco, pagado por los familiares, rústico como el parque, un diminuto bosque en realidad, recuerda la memoria de un hombre que amó, más que a nada, a este lugar. Es su sombra, su espíritu, visible por unos segundos, el que cuando le place, viene a tomar asiento en ese banco que lo rememora y cuya propiedad, sin duda, es más suya que la de cualquier otro paseante, de este mundo o de otros.
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