Hay vientos a los que no cabría darles la denominación de tales, sino, cuando mucho, la del encrespado aliento de los dioses ensombrecidos. Son trozos, pedazos desgajados de un cuerpo de vientos, extraviados en algún embate descomunal de los que hunden viviendas y levantan mares hasta alturas desconocidas, inconcebibles. Tras el descomunal choque, cuando se dan cuenta, andan solos, huérfanos, desgajados del seno maternal en el que se desbocan y giran enfebrecidos sus hermanos esperando un nuevo ataque.
Perdido su poder, anulada su antigua fuerza, maldiciendo su funesto sino, no son nadie en medio de un orden natural en el que todo tiene una labor que cumplir. Sin embargo, como en esta tarde grisácea y sin carácter, agota momentos de rebeldía en su destino prófugo, y, en un instante fugitivo, impredecible, recuerda su jovial ayer y ruge, asombra y atemoriza, levanta cantos y tejas, como si fueran papeles y pone a crujir y a quejarse a todas las puertas, ventanas y mobiliario de las boquiabiertas viviendas. Todo en un segundo, Después nada que no sea, otra vez, la tarde gris, sin carácter ni pretensiones.
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