Nunca, mientras gozamos de un buen estado de salud, optimismo de vivir incluido, nos paramos a pensar en la fragilidad de la vida de los seres que poblamos la tierra; ni en las letales e inesperadas tormentas que, cuando menos se espera, vienen a sacudirla. Las enfermedades y las muertes, son las de otros y no las nuestras. Las catástrofes, inundaciones devastadoras y tremendas sacudidas de tierras en países de otros hemisferios, nos parecen tan lejanos como la misma distancia que nos separa de ellos. Incluso para los recientes terremotos de Lorca, dentro de nuestro pesar y lástima, tenemos un encogimiento de hombros: nos queda algo lejos.
Viene a cuento todo, de unas imágenes que veo en La Ilustración Española, en un ejemplar de 1884. En la navidad de ese año, 25 de diciembre, una fecha señalada para una maldición casi divina, también se movió la tierra de un modo espantoso en un radio de 200 kilómetros, apresando y destruyendo a poblaciones de Granada y Málaga; 695 muertos en la primera provincia y más de cien en la nuestra.
"Va para dos siglos", se dirá. Sí, pero sin ánimo de alarmar, si hay algo que ni el progreso ni la ciencia de los hombres ha sido capaz de detener es la furia desatada de la naturaleza, algo que cada vez surge más a menudo y más a nuestra vera.
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