Guerras y más guerras, tantas y de tan desmesurada crueldad y saña, que la humanidad tuvo claro que había que dedicarle un mes a ellas, porque el pan de cada día era partirle las narices al vecino, o al prójimo, como ser más cercano, y al habitante del otro lado de las fronteras de su suelo, más tarde, como más retirado; y cuando no, estudiar con todo detalle y certeza, cuál sería el momento idóneo para llegar a destrozárselas sin que los interesados se apercibieran. Algo que no sólo no ha cambiado con la modernidad y vaivén de los tiempos, sino que ha aumentado de forma tan obcecada y ciega, que diríamos no hay minuto, ni tregua que ese mínimo espacio dure, sin que con medios e ingenios destructivos a los que nada se oponen, al más impasible amargue la vida y cieguen la de millones de inocentes. Y andan los de siempre, no esperando, como antes, el momento preciso de acabar con su vecino, con su enemigo, sino con el mundo como planeta, cosa de lo que, cada vez, menos duda nos queda.
A marzo le tocó la china, sin merecerlo, ya que sepamos nada de belicoso le identifica, a no ser su nombre. Es, en cambio, el generoso guardián de la primavera, a la que nunca ha dejado de abrir las puertas de la estación para que expanda florecimientos y esperanzas de un renacer que debería servir de ejemplo para que fuera el del mundo, con ninguna guerra de por medio, que infinitas son y que solo a la desesperación llama. Un sueño imposible, desde luego, como suelen ser todos los sueños, que nos ilusionan pero jamás llegan.
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