Se celebra en estos días, Zaide, el Carnaval, animada y jubilosa fiesta, y a la que nada, llevada por los cauces normales de sana diversión, podría oponérsele, ya que en cuanto a prohibiciones, como tantas otras del pasado, su larga e injusta condena tuvo.
Sentado lo anterior, sí que resulta extraño ese afán universal, en unos días concretos del calendario religioso, por ocultar nuestra verdadera condición con disfraces de distinto signo, y en algunos casos, como si aquello a que aspiramos una vez a ser y no fuimos -grandes personajes o grandes villanos, también- pudiéramos serlo o aparentarlo circunstancialmente por unas horas. Una concisa representación, diríamos, del gran teatro del mundo, en el que cada cual le gustaría bailar a su gusto y no al son que le tocan, como de usual ocurre. Nos parece, no obstante, Zaide, abundando sobre lo mismo, que dado que todo el año la gran masa humana, con pocas salvedades, nunca prescindimos de la invisible carátula del disimulo para no mostrar lo que verdaderamente pensamos, más razonable sería, festejar unas carnestolendas en las que despojados de falsas apariencias y aditamentos, mostrarnos como realmente somos.
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