En las abarrotadas salas de espera de los ambulatorios, algo más que de lo acostumbrado tras un día festivo, mientras que los pacientes calman el tedio de la espera con un griterío meramente sureño, verbigracia, de mil demonios, donde el gran enemigo a combatir es el silencio, a uno, miembro hoy de esa grey parlanchina, por muy callado que se halle, se le ocurre, que estas esperas tienen su poquito de intriga, toda la que cabe en un duro y problemático examen: "¿Lo haré para aprobar? "¿Pasaré, tal vez, con nota?" O lo que es decir, me quedan todavía años que dar la lata en este mundo, o, sin saberlo, con la constancia y eficiencia de una polilla, me estará reconcomiendo un mal de los llamados virulentos, de los que pocas veces perdonan.
Dentro de esa tonta angustia, lo mejor es que en unos minutos, o en unas desesperantes horas, dependiendo de la capacidad del médico para atenuar dolores y del avance de la cola, tendremos despejada la incógnita: un consuelo, malo o bueno el diagnóstico, después de todo.
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