Con harta impunidad, el azote de fuego que nos visita sin querer dejarnos, ni ceder ni una pulgada de terreno, viene, entre otras cosas, a destrozar el concepto que teníamos de la casa propia, del hogar, como refugio a prueba de temporales malévolos, del cuerpo y del espíritu, de fortaleza de leyenda.
Esa poderosa sensación de entrar en la vivienda, cerrar puertas, y si hacía falta postigos y cortinas, y, de inmediato, considerarte a salvo de no importaba qué asechanza o peligro, es mero papel mojado en estos días de desértica atmósfera, ya que el enemigo a combatir, a poner distancia, cuanto mayor mejor entre él y tú, se ha colado sin oposición alguna por los que fueron tus inviolables dominios de siempre; de manera, que, tanto dentro como fuera, se halla al acecho tu enemigo, en pie de guerra, asestándote puñadas y bofetadas de calor. ¿Dónde, pues, buscar amparo, hacerse fuerte como el adversario, a la caza de una bocanada de alivio, de frescor?
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