A golpes de nubes se desvanece la primavera, pero no nos dejemos engañar porque estos pardos nublados y estos ponientes de alado frescor por más que en esencia ayuden a expulsarla, parecen que la propician. En cualquier caso, algo que no es. Y no hay más que ver la gozosa epifanía de las adelfas, ahora dueñas de las frondas, con una una orgía de blancas y rojas floraciones, balanceando su redondez y luciendo más que nadie estampadas contra la severidad del paisaje. O el color de oro viejo que han tomado las laderas del Tajo, transformando su intenso y pasado verdor en dorado de roca, en el de la piedra añeja y milenaria. Por la Alameda, hay un verdor de aceituna que no sólo no se ha perdido sino que ha ganado en delicadeza, pese a sus espinas, y una corona de fragantes cenefas, las entrañables chumberas, engalana a sus frutos, en lo más encumbrado de ellos, de azorados colores y formas. Floraciones que huyen y floraciones que vienen, en una mescolanza de verdes y púrpuras, despliegue afanoso en la mañana, para que nunca falte una pizca de ilusión, de esperanza a nuestro peregrino caminar.
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