Pocas son las plazas de nuestra ciudad que no se se abren al amparo de un templo. Parece como si fuera condición imprescindible para asumir la condición de tal. Cuando no, las menos, si no una iglesia surge la presencia de algún monumento que, en cierto modo, viene a proclamar que el lugar por el hecho de ser plaza merece una distinción, una parada, una distracción, si es que se quiere hacer un alto en el camino.
A la del Campillo, en la que en tiempo de los árabes destacaba por ser plaza fuerte y la visión de una enorme torre vigía de los campos cercanos, por donde podían entrar el enemigo invasor, es ahora una de las más entrañables de la ciudad, sin apenas ruidos y con plenitud de rumores y tupida fronda. Y también con el paso de los años le han crecido sus vigilantes, inocuos, pero hermosos y florecidos en su cúpula en estas fechas. Son dos espigados pinsapos, a ambos lados, guardando un diminuto y oblongo jardín, y que aunque miran a la lejanía por donde pueden estar sus hermanos de raza, allá por las sierras de Grazalema, no añoran lo más mínimo estar aquí, de ahí su solemnidad y brillo, que son grandiosos y de admirar.
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