Como cláusula de obligado cumplimiento, la venida del fogoso verano nos atosiga con una serie de ineludibles imposiciones, la más urgente y necesaria, la de dar un vuelco a nuestro vestuario. No, desde luego, desprendiéndonos de él, que eso queda para gente adinerada y vana, sino cuidadosamente guardándolo, que su uso ha de durar unos años, y sustituyéndolo por el que la ardiente atmósfera requiere: prendas ligeras e informales, que es como nos encontramos más a nuestras anchas.
Otra, de aquellas, que no acucia tanto, pero que es de considerar, la de trastocar nuestros horarios, porque, ahora, aconsejable y sensato es adelantar despertares, abandonar tibias sábanas y doméstico lecho y abrirse un hueco a través de la mañana, recién aparecida, sin desmelenar aún, más dormida que nosotros, con brisas tan novatas y saludables como benéficas, y toda la ciudad sometida a un aura de serenidad y quietud, que es una pura bendición para el cuerpo y para el espíritu. Buenos propósitos, pero habrá que llevarlos a cabo, porque las noches calurosas y el poco el dormir no ayudan a madrugar, es el problema a solventar.
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