Unos desenfrenados días de hostiles ceños, como los que de presente nos recorren, a más de uno le priva de tiernas e inofensivas satisfacciones, cuales son las que pueden proporcionar algo tan cotidiano y natural como es el ritual de salir y volver a casa.
Pocas cosas tan rutinarias y reconfortantes como supone, cada mañana, abandonar el íntimo universo de callado enclaustramiento que es nuestro hogar para adentrarnos, en los albores de la mañana, por el tibio despertar de la ciudad. Es penetrar en los secretos de otra vida que bulle cercana dentro de la nuestra; un poco como resucitar a otro universo sin dejar por completo el nuestro domestico, del que no nos desprendemos del todo porque de nuevo, más pronto o más tarde, y catastrófico sería que no fuera así, nos espera nuestra casa, nuestro castillo sin almenas ni fosos, al que con algo de despreciativa hostilidad dejamos hace unas horas, y al que ahora pedimos que nos perdone y nos dé asilo, y su amoroso calor.
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