Empeño enorme, gigantesco, descomunal, el que hace milenios emprendimos los humanos por poner bridas al tiempo; baldío, en cualquier caso, nos empeñemos o no, porque hijos del tiempo somos, en él nacemos, en su seno medramos y será él quien perentoriamente nos arrastrará hasta ignotas dimensiones, en las que falta por saber si será igualmente él, quien de inflexible anfitrión ejerza.
Pero dado ese empecinamiento por dividir un tiempo que no admite particiones, hemos de admitir que muy a nuestro gusto andamos fijando fechas, lunas o advenimientos de fechas con las que creemos poner freno a un caminar que de tan encabritado y desbocado no hay forma de frenar. Y en esa vorágine de vueltas que nos condena una vez y otra a ver lo ya visto y a repetir lo vivido, puede que ineptos de un aprendizaje difícil de entender, hemos vuelto a toparnos con enero, el primero de esa ficción de jornadas marcadas en la que hemos dividido nuestras existencias, la de todos, saco sin fondo en la que intentamos meter todo, y en las que no es otro que el dictdado del inabarcable, implacable tiempo el que sigue imponiendo su ley. Bienvenido el año, sin necias peroratas, con fronteras o sin ellas, sin tiranías o con ellas, contra las que no caben revoluciones, porque por aquí andamos aún y eso si merece una loa, hoy, mañana o en no importa qué momento.
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