Llenos de manías caminamos por el mundo, manías que no suelen ser más que eso: caprichos personales; faltas veniales que a nadie dañan, salvo a nosotros y a nuestro empeño por perseverar en tenerlas a nuestro lado, porque formando parte de nuestra forma de ser, en cierto modo actúan de detector que de otros seres nos diferencian; son en realidad mimos que a falta de quien nos los dé, nos dedicamos a nosotros mismos, una manera, también, de desprenderse un poco de tantas leyes y reglas con que las sociedad nos obliga y castiga a nuestro yo más anárquico, más rebelde.
A una de mis manías, a la de andar por medio de la calzada, he dado la bienvenida esta mañana, porque, ante la manifiesta imposibilidad de un urbanismo al completo peatonal, sólo en festivos es factible ponerla en práctica. Seguro que bulle en mi sangre, como en muchos de los que me leen, tiempos vividos por uno o por nuestros ascendientes, con calles vacías de vehículos en las eran ellas el alma de la ciudades y no un averno de ruidos, humos o discotecas andantes.
Manía personal o de muchos, esta mañana, huera de coches y de artefactos de similar origen, caminando sin premura, casi a paso de tortuga, como un monarca sin séquito, pero radiante, por donde el resto de la semana no se permite, hasta las campanas de un templo cualquiera se dejaban oír con una sonoridad cristalina, descendiendo raudas sus metálicas voces, rodando por la calzada, sin prisas, como uno, en la gloria de lo temporalmente recuperado.
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