Las imprevistas tormentas que, copiosa y ruidosamente derramaron los cielos días atrás, provocando alarma en los desprevenidos caminantes, no sólo significó una receta aliviadora de campos, y caudalosa huída, calles abajo, de las recalcitrantes impurezas que albergaba la ciudad, sino que, más que nada, vinieron a abrir una brecha definitiva, una barrera de muros impenetrables, entre la estación que a grandes zancadas se marchaba, como podemos comprobar ahora, y la que descarada adviene para, entre otras lindezas, mostrarnos sus conocidos hervores. Fueron aguas, aquéllas, que no engañaron a nadie, salvo a algún foráneo de lejanas tierras, ajeno a la urdimbre que el tiempo teje por aquí en estas señaladas fechas. Lluvia, pues, de veraniego aviso, que no ya vernales, y que no han llegado más que a proclamar a grandes voces ese cerrojazo, ese portazo, que una estación da a su antecesora.
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