Hablando, Zaide, de taras que no dejan vivir a los que las padecen, sin ser enfermedad del cuerpo, sino de la mente, no existe más dañina y que más corroa el espíritu que la de la envidia del bienestar, situación, conocimiento o fama, pequeña o grande, ajena. Por doquier se extiende su nefasto reinado, con una de las dictaduras de más enérgica posesión, que no hay momento, ni lugar que libre deje a sus esclavos.
Como un don de los cielos, tendríamos que recibir el hecho de que a nuestra tranquilidad y sosiego, no los turben pensamientos insostenibles, como son los de sentirse gravemente injuriados por algo que por condición o fortuna no se tiene y que otros sí poseen, y no emprender la senda del esfuerzo, si es que tanto nos obsesiona, para conseguirlo. Terrible infierno y maldición grande debe ser no tener más manjar que masticar en la mesa del espíritu, mañana y tarde, día y noche, hora tras hora, en espera de una mudanza que ni llega ni se merece.
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