Sujetos a nuestra identidad estamos todos, la que nos distingue y conforma nuestro yo. Es algo en lo que poco intervenimos y cuya formación comienza en la cuna. Uno somos y no más. Pero se diría, Zaide, que algunos llevan tan lejos la expresión de su individualidad, que no unidad sino multitudinaria legión parecen, hasta pretender que el mundo comienza y acaba en ellos y en sus repetidos yo. Tanto es así que nunca paran de hablar de sí mismos, como si dueños fueran de todas las incógnitas del universo, de todos los conocimientos habidos y por haber, siendo la ignorancia más supina la que presiden sus manifestaciones.
Dí, tú, Zaide, tu verdad cuando convenga, sin excesos verbales ni arrogancias, que para eso dos vocablos bastan, y deja a los demás que digan la suya, si sensatamente lo hacen, como ejercicio cabal de esas diferencias en que todos los mortales nos movemos, pero buscando un punto en el que podamos encontrarnos, y no distanciarnos, como es común que suceda.
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