A la bonanza del tiempo habrá que agradecer el primor y esplendor de los jardines, tanto los sólitos de los parques, como los de pequeña factura que se alzan por doquier en rejas y balcones, que lucen bajo el mimo de sus dueños (dueñas a decir verdad casi siempre) como ninguno, aunque el mismo sol que alumbra y alienta la entrada de visitantes, devore la reciente floración en pocas horas. De manos de los recién llegados, igualmente, la ciudad se llena de música, algo extraño por demás, cuando no hace tanto que los únicos sonidos que reinaban en plazas y calles de aquí eran las voces irascibles de los vientos del Estrecho o el rumor apelotonado y quejumbroso del río ahíto de las aguas tormentosas de las sierras que lo colmaban y guiaban hacia su destino marítimo.
No es que estemos en Viena, pero camino llevamos. A estos modernos trovadores de distintas procedencias, todos advenedizos, hay que reconocerles su destreza como intérpretes y no menos la que disponen para elegir el sitio ideal, donde se les vea con toda nitidez, y se les escuche con más, y donde la quietud y el panorama se conjunten para emocionar al caminante circunstancial, hasta el punto de motivarlos a desprenderse de unas monedas que les den para ir haciendo frente a las necesidades más perentorias de la vida. Casi todos en edad madura, cuando ya ha tiempo que volaron las ilusiones de ser algo en su mundo, ahí andan sus acordeones, violines, guitarras, violoncelos, añadiendo emociones y sentimientos al inamovible que produce la visión de montañas, cumbres , valles y rincones, hasta producir, como diría el poeta, desmayos en el corazón de los más sensibles.
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