Pasado su cabo de las tormentas, se pavonea julio aireando a todo trapo su origen aristocrático; muy orgulloso tanto de él como de la certeza de que nadie le ha de hacer sombra durante su reinado, que no va a ser como el de ningún César por lo que a revoluciones, asonadas, tremendas lides y actos de felonía, e inesperadas traiciones se refiere; sino que si algo va a caracterizar su paso por el calendario, será una hierática inmovilidad de la que sólo se han de desprender, con una asombrosa monotonía y tozudez por su parte, calinas tras calinas, fulgurantes y tórridos horizontes, senderos de fuego y grados que se desbocan hasta no se sabe dónde, porque también el buen tiempo, si entendemos por este el que está libre de que no lo surquen huracanes y enorme borrascas, nos guarda muy a la mano sus bíblicas maldiciones. Y lo que son las cosas, si no ha mucho que, como un tesoro, andábamos tras los rayos del dios Sol, para que calentara nuestros entumecidos huesos, lo rehuimos ahora como apestado y damos lo que no está escrito por un trocito de sombra. De esta forma transcurren nuestras vidas, la propia y la ajena: a veces, desesperados corriendo tras algo, otras, con igual rabia, evitando lo que imaginamos puede ser un desastre para nuestro habitual sosiego. En resumen, un sin vivir el de nuestra existencia, y todo ¿para qué?
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