En el urbanismo de la moderna ciudad, allí donde poco vestigio queda de su antañona apariencia, que ha trastocado sin piedad alguna nuevas edificaciones, con el señuelo de dar cabida a más viviendas e inquilinos, pero con más ataduras en cuanto a dependencia de sus demás ocupantes, y mas fealdad en sus aburridas fachadas, en las que nada hay de notable, ni de diferencia con las que le anteceden y preceden, en ocasiones, rara avis, tan perdida como desorientada entre bloque y bloque, surge la nimiedad de una casa de las que fueron parte y seña de cuando el trazado era otro, y otra la altura de los aleros y tejados, y otro el cariz exterior de las portadas, y en las que, a pares, daban un singular encanto, íntimo, modesto, de proximidad, abierto y acogedor, sosegado, diminutas ventanas de enrejados ojos en su piso superior y vigilantes ciertos, posados en las aceras, llenos de candor y flores, en el inferior.
Puro anacronismo el de estas pocas viviendas, de precario asiento ahora, o cerradas ya por el abandono de sus dueños a la ruina más palpable, y motivo de la curiosidad del algún viandante de otras tierras. Resignadas, esperan, más pronto que tarde, la llegada de la piqueta o de la ruidosa maquinaria que enviará en un santiamén, entre nubes de polvo, a sus muros, o a los que resten de éstos, con su añeja historia de otros siglos a mejor vida.
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