La soledad de las calles a estas horas de pleno día de labor, certifica con notarial gravedad que el invierno, pese a todo su rigor, nos agrupa como hormigas, y, en cambio, los ardores del estío obran como elemento de desunión, porque cada cual entiende con ancestral determinismo, que no hay mejor forma de luchar contra el alborear de calimas y océanos de fuego, que dejar atrás, lo más lejos posible, como herida por montones de epidemias, a la ciudad en la que se vive.
A ese masivo y voluntario éxodo de nativos, más o menos pudientes, habría que añadir con origen en la misma causa, la progresiva disminución de extranjeros, y, con unos y otros, un paralelo desahogo de vehículos, ruidos, gritos, apreturas y hasta de ladronzuelos.
Los que en no importa qué etapa del año, seguimos guardando una fidelidad angustiosa por lo constante a la ciudad, esa disgregación de ahora hace a ésta última más nuestra; como si en la conquista de su amor nos quitáramos de encima, sin esperarlo, de golpe, a un montón de obsesos competidores.
Pero tenemos que confesar, que existen otros foráneos, que, como nosotros, nunca desisten, nunca abandonan: los orientales japoneses, tan educados, tan bajitos, tan callados y curiosos como siempre; sin niños que molesten; comprando nada, sacándole todo el partido que pueden a su mirada, mientras todo a su alrededor duerme; que nunca para de observar por derecho y por revés a ese inmenso boquete nuestro, producto de un legendario tsunami en pretéritos tiempos, que no es como el letal de su tierra, porque es de lo mas dócil e inofensivo, y sin decir ni un ay aguanta lo que le echen a unas fauces que nunca se cierran.
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