Amargo sino el de muchos, con el único y tonto consuelo que desde que el mundo el mundo y el hombre recorre su superficie siempre hubo avispados y menos listos, en penosa amalgama; o lo que es decir, de más fortuna y de ausencia de ésta: ricos y pobres, en su acepción más usada, sin que nada, ni nadie, ni gobiernos ni genios de asombrosa mente acierten a remediarlo o aminorar el desajuste.
Los pedigüeños de la ciudad, la pobretería más patética, como no ha dejado de ser ésta en todas las épocas y reinados, los modernos mendigos, los que piden sin tener que ofrecer nada a cambio, ni música ni malabares juegos, ni desacostumbrados equilibrios, ni habilidades susceptibles de llamar la atención de los viandantes, salvo, eso sí, manos extendidas o lastimeras súplicas, buscan cobijo tanto en tiempo invernal como en el de estío, en el corazón de la ciudad, donde fluye sin demasiado prisa el paso obligado de sus habitantes, junto a comercios de altura, plazas frecuentadas, atrios de templos o entrada de supermercados.
Con la llegada del tiempo estable, a la ciudad le espera, aparte de los autóctonos, una invasión de mendigos de poblaciones lejanas, de más remoto asiento y de peores climas y también de una extranjería cada vez más amiga de venir a buscar lo que no encuentran en sus países de origen, y, casi nunca, aquí tampoco. Reconocer hay, que, sin embargo, en general, la actual mendicidad es menos acosadora y quejica que la de otros siglos y aunque con excepciones, su solicitud de limosna es más cuestión de gestos y pasivas actitudes que oratoria: mudez impasible y seriedad en muchos casos del que no ha recurrido a pedir hasta ahora; vasos extendidos para recibir lo que caiga, desenfado en unos y gravedad en otros. Cuesta trabajo, no obstante, pasar impasible ante esta muestra de desamparo, una pizca de la universal, por más que algún pillo la simule y la asuma como forma de vida, sin irle tan mal ésta como pretenden.
No hay comentarios:
Publicar un comentario