Esta relación nuestra con el sol, unas veces dios y otras villano, se ha tornado en los últimos tiempos de lo más extraña, plagada de encuentros y desencuentros, de afectos y desafectos, de amores y desamores, más por influencia ajena, esa que todo lo trastorna, que por la propia opinión, ya que siempre, nosotros y los demás,
hemos considerado al astro rey como amigo insustituible y dueño de nuestras vidas. Como soberano del universo, al sol se le levantaron en la infancia de la humanidad, monolitos, templos, y tortas construcciones en su honor, que proclamaban el reconocimiento a un poder sobrenatural, abrumador, y fuera de toda duda.
En la que mantenemos en la actualidad los habitantes del planeta tierra con el sol, expurgada hace tiempo de paganas adoraciones, ya en otro ámbito más egoísta y práctico, anhelamos su calor en los meses de invierno y lo buscamos por doquier, penando por un rayo de sol, surgiendo de entre las nubes, por pequeño que sea, como se buscan los favores de una novia esquiva a la que pese a lo mal que se nos hable de ella, ansiamos tener a nuestro lado.
En estos meses del estío, al sol se le ha querido convertir en un enemigo de cuidado, al que hay que evitar y huir de él a toda costa. Y como obedientes prosélitos, como cándidos y obedientes infantes, acumulamos nuestras debilitadas fuerzas para emprender una defensa a ultranza, que nos libre de su presencia, peligrosa, casi letal, nos dicen, y clausuramos balcones y ventanas, postigos y persianas, para convertir nuestra hogar en un pequeño reino de sombras, en el que vagamos como espectros, no vaya algún desaprensivo, maléfico rayo de sol, pater divino ayer, explotador y criminal hoy, a quitarnos nuestra salud y tranquilidad.
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