De clamoroso acierto habría, Zaide, que hablar al referirse al que muy sabiamente, y siglos ha, propuso equiparar las estaciones del año, tan diversas y particulares cada una en sí, con las edades del hombre. No más que lozanía se halla en los iniciales pasos de nuestra existencia, hasta lindar con una cierta mocedad; un soñado tiempo en el que todo nos sonríe y las preocupaciones pasan de largo, son mínimas o nos permitimos ignorarlas; vistosidad la de una juventud que tiene mucho de jovial primavera y fuego inextinguible a poco tardar de las pasiones, tan ardorosas como la de los soles veraniegos. Para ambos otoños, el de la naturaleza y el humano, queda la incertidumbre de lo que nos depararán los días, grises unos y despejados otros, las luces y las sombras jugando con nosotros en la indecisa balanza que sopesa nuestro destino, para confluir finalmente en el invierno de la vida, donde todo son tormentas, quebrantos, pavesas y cenizas, y donde más que nunca seremos inermes marionetas de los cielos. Muy sensato sería, por eso, conscientes de lo que somos y lo que cada estación de nuestra existencia nos depara, acomodar nuestras energías y paso al inflexible y mimético de aquéllas. Menos infeliz te sentirás y menos expuestos a sorpresas que no son tales, ya que así viene siendo desde que el mundo es mundo, por doloroso que te parezca y por mucho que a nosotros nos cueste reconocerlo.
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