Un legendario auriga necesitaría la mañana para refrenar y domeñar la embestida, llena de lamentos y ruidos, del desbocado carruaje en el que trasiegan los vientos. Silban, amilanan y poco respiro dan porque para eso proceden del mítico Estrecho y algo copian de la fortaleza de las columnas que separaban el mundo conocido del desconocido, colocadas por el semidiós Hércules. También por ello, poca rivalidad admiten estos ventarrones. A las primeras que amedrentan es a las infelices nubes, a las que, con sus embravecidos embates, arrincona contra las montañas, inmovilizándolas y atosigándolas, para que no quede la menor duda de quién manda hoy, en la mañana y durante todo el día; un endemoniado y posesivo viento del Estrecho, se le dé el nombre que se le dé, que aquí, a un centenar de kilómetros de su origen, no es sino vastedad y casi angustia al castigar las sufridas mentes y cuerpos de los humanos, con escasos atributos divinos o semidivinos para combatirlos.
Sin embargo, ni siquiera estos ululantes depredadores de hojarascas y frondas, despojan a la revuelta mañana de sus condición primaveral y poética, porque el aroma del azahar cabalga de aquí para allá, impregnándolo todo, y porque miríadas de pétalos caídos de flageladas rosas se han unido en procesión para recorrer aceras y calles, sin importarle ni poco ni mucho el fragor del ambiente.
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