De su venida en estos días, la primavera avisa con incipientes floraciones y verdores. Estupefactos lo contemplan los árboles, desde, todavía, una desnudez de perplejas ramas, insolentes ya por enmarcar y ser parte de un paisaje, de un horizonte, que ya comienza a cubrirse, a irisarse. Sería el momento sensato con esta placidez, antes de que se diluya el tiempo, optando por otros senderos, de pagar tributo a la ciudad, nunca descubierta del todo, nunca recorrida en su pequeña amplitud y recogimiento, aunque en ella se habite, ya que las preocupaciones del cotidiano trajinar, más que desvelarla nos la vedan. Harta osadía sería alardear de conocer tan bien a la ciudad en la que se vive, por diminuta que sea ésta, como para memorizar todos sus rincones, todas sus entradas y salidas, todos los recovecos, todos sus silencios y clamores, tan cambiantes con el progreso de las horas y de la atmósfera, con las luces que van y vienen, con soles o lluvias, con vientos o brumas. Cientos de fisonomías, centenares de ropajes en cada fachada, en cada plaza, en cada destello de piedras, rocas o aleros, contribuyen con sus matices a que la identidad de la ciudad sea la de no tener una acusada sino casi infinitas. Un reto la conquista, un deber su conocimiento y un placer, nunca bien loado, esa venturosa búsqueda, que a nadie daña y a uno, metido en el ilusionado empeño, motiva y emociona, como a un niño su primer juguete.
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