Cual humana naturaleza, Zaide, se compone nuestra ciudad de cuerpo y alma. Cuerpo sería su urbanismo y alma su montaraz paisaje, del que es parte esencial ese inmenso despeñadero que la cerca y enaltece. Ya, de por sí, la ciudad, casi aspira a ser alma también, por encumbrada, y remeda por ello, en altura, perfiles y juego de luces, a sus montañas hermanas, acaparando con harto abuso insólitos brillos o atrayendo inabarcables cielos, para llegar antes que nadie a donde sólo se escucha batir de alas, y, más que nada, el afónico murmullo del silencio.
Paisaje y alma es a la vez el Puente, perenne vigía de afanosos turbiones, africanos soles, o de desmandados vientos, costeros y serranos, aun de los ignotos que nadie espera, ni ninguna predicción augura. Para más similitud de la que hablamos, cuenta con dos ojos de fábula el Puente, para que nada se le escape de lo que fluye por el horizonte, con rumbo o sin él, con buenas o perversas intenciones, con ganas de merodear por lo que son sus posesiones o sin ellas, y si se lo calla es porque muy consciente es de que su papel roza más lo místico que lo de correveidile.
El río, es pequeño, rebelde, fanfarrón a veces, holgazán otras. A maltraer anda con el Puente, que intenta enderezar su curso y llevarlo por donde él quiere, y para eso le señala con su arco, ex profeso, sin darle opciones que pueden llevar a engaño, por dónde habrá de ir. Y sí, a regañadientes obedece aquél, qué podría hacer; pero de tan de mala ganas en ocasiones que, quién lo diría en un aprendiz de río, sus aguas ciegan salidas y pétreas aberturas, y su mal humor o su venganza de ¡ahora verás!, llena de sonidos el hondón, nieve y espuma, y su voz, todos los días campanilla de la ciudad, se torna ahora campana mayor, tanto como para ahogar la de sus templos y capillas.
El río, es pequeño, rebelde, fanfarrón a veces, holgazán otras. A maltraer anda con el Puente, que intenta enderezar su curso y llevarlo por donde él quiere, y para eso le señala con su arco, ex profeso, sin darle opciones que pueden llevar a engaño, por dónde habrá de ir. Y sí, a regañadientes obedece aquél, qué podría hacer; pero de tan de mala ganas en ocasiones que, quién lo diría en un aprendiz de río, sus aguas ciegan salidas y pétreas aberturas, y su mal humor o su venganza de ¡ahora verás!, llena de sonidos el hondón, nieve y espuma, y su voz, todos los días campanilla de la ciudad, se torna ahora campana mayor, tanto como para ahogar la de sus templos y capillas.
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